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Opinión del Lector

Trenes

Guillermo Saccomanno

Por Guillermo Saccomanno

El pibe descalzo está sentado sobre una barra mirando pasar un tren. De espaldas, se lo ve. No debe tener más de quince años, eso imagino. La locomotora es gigantesca. Por la actitud del pibe podría pensarse que se sentó ahí, tan cerca de los rieles, porque la visión de esa máquina poderosa lo empequeñece y fascina, lo uno por lo otro. Tal vez no sepa que esa máquina sombría que le pasa tan cerca, una presencia tan tremenda como cautivante, puede ser la historia y también su recuerdo. Tal vez cuando sea grande asociará la memoria a un tren de carga, cada vagón transportando recuerdos. Al pibe viendo pasar el tren lo registró el fotógrafo checo Jan Saudek (1935). Durante la Segunda Guerra casi toda su familia murió en los campos de concentración. Mientras su padre era deportado a Therensienstadt, Jan y su hermano Karel fueron enviados a un campo para chicos en la frontera con Polonia. Los tres sobrevivieron. Karel sería más tarde escritor y Jan fotógrafo.

“No es difícil dominar el arte de perder: / tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas, / que su pérdida no es ningún desastre”, ha escrito Elizabeth Bishop. El poema en inglés se titula “One art” pero se ha popularizado, y no está mal, como “El arte de perder”. Bishop (1911-1979), ícono de la poesía sáfica, fue hija de una madre loca que pasó su existencia internada en un asilo. A Bishop no le gustaba demasiado dar vueltas en torno a una metáfora. Aunque era discípula de Marianne Moore y Wallace Stevens, su poesía esquiva lo melifluo y llama las cosas y los sentimientos por su nombre, por ejemplo, el amor lastimado, la pérdida de la inocencia. Un buen ejemplo de cómo retrata el dolor es “Visita a Saint Elizabeth”, los versos que le dedica a Ezra Pound prisionero en un manicomio, ese hombre trágico y conversador “en la casa de los locos”, un desesperado que despotricó contra la usura. “Perder una cosa cada día. Aceptar aturdirse por la pérdida/ de las llaves de la puerta, de la hora malgastada. / No es fácil aceptar el arte de perder”, dice también Bishop, cuya enamorada, la arquitecta brasilera socialista Lota de Macedo Soares, alcohólica y depresiva que, cuando la poeta ya la había dejado por otra, se suicidó. Lo admito, hay un regocijo irónico en esta filosofía suya del perder como estrategia estética y existencial. Pero también, si se lo piensa, hay mucho más de desapego sabio y, a esta altura, por qué no pensamos en todo lo que extraviamos con la peste.

Hace unos años cuando Lao viajó a Praga le pedí que me trajera un álbum de Saudek. No fue lo mismo ver sus fotos impresas en una impresión que verlas en pantalla, donde se puede no obstante accederse a casi toda su obra erótica. En Saudek prolifera una lujuria desesperada y más calentona que la obviedad del porno estetizante. Saudek no aspira a la generación de erecciones y humedades. En todo caso, indaga en ese deseo agazapado en el miedo a una degradación sublimada. Retrata sus personajes, hombres, mujeres, chicos y chicas en actitudes que, tanto en la ternura como en lo bestial, sugieren más de lo que muestran. Cero corrección política, no lo intimidan en la búsqueda de belleza ni la gordura ni la celulitis, sin distinción de sexo ni de edad, ninguno de los prejuicios corporales de la pacatería censora. En todo este repertorio de seres escenografiados con vestigios de una decadente atmófera decimonónica conviven las fantasías suicidas, el éxtasis amatorio, el sadomaso con el lesbianismo apasionado. Saudek tampoco rehuye la maternidad y la paternidad, que no son pureza incontaminada. Pero, qué es aquello ha escandalizado y le ha valido, como no podía ser de otra forma, las mismas críticas que recibiera Balthus, demandas judiciales, por ejemplo, por el empleo de chicos. Con seguridad, lo que ha molestado a las buenas conciencias fue su tensar al máximo los límites del arte y la moral. Pero, cuáles son los límites para un chico que aprendió a ver en un campo de concentración y que, una vez adulto, sólo cuenta su voracidad de goce aun cuando pueda no ser convencional.

“Después de practicar, perder más lejos y más rápido: / los lugares, y los nombres, y dónde pretendas / viajar. Nada de esto te traerá desastre alguno”, sigue Bishop. A veces me pregunto de qué habla, si puede explicarme a Saudek y, de paso, a mí mismo. Qué significa ese “perder más lejos y más rápido”. Como el sentido se me escapa, recurro a la ayuda de Lu Ji y su “Wen Fu, prosopoema de arte de la escritura”, la primera obra secular de crítica literaria china que indaga el concepto de creación literaria, poemas que hablan de la escritura de un poema. Su autor fue hombre de estado y general que alternó la vida oficial y la militar mientras pensaba seriamente en la inspiración y sus riesgos “intentando que de la no existencia surja la existencia, llamando a la puerta del silencio para que responda el sonido”. A Lu Ji le preocupaba “lo grande en lo pequeño encerrando lo inmenso en un mínimo pliego de seda, provocando diluvios en un pequeño corazón”.

Las asociaciones no son casuales. Debía tener quince años cuando vi “Trenes rigurosamente vigilados” de Jiri Mentzel, ese film que realizó a sus veintitrés años, tan mítico como necesario que cuenta la iniciación de un guardabarreras bajo el nazismo que intenta suicidarse. El film era checo y acá había una dictadura cuando se estrenó en el no menos mítico Lorraine. El guionista era nada menos que Bahumir Hrabal, un escritor cuya sagacidad es comparable a su humor y comprensión de las miserias humanas. Hace un tiempo supe que Hrabal murió a los ochenta y tres cayendo de un quinto piso y todavía se sospecha que su muerte no fue accidental.

De pronto, y a propósito de ese pibe mirando pasar el tren me acuerdo de una tarde, a mis quince años, cuando trabajaba de mandadero en una agencia de publicidad, caminando por una estación de tren. Era una hora de congestión de pasajeros Cuando el tren se aproximaba un muchacho que podía tener mi edad se adelantó y saltó. Me quedé a ver. Fui un curioso más. No sé cuánto aguanté. Había una atracción en el horror, el tren que retrocedía, los restos desperdigados, los bomberos juntando pedazos de huesos y carne y envolviéndolos en papeles de diario. La escena superaba en realismo el suicidio bajo las ruedas de Anna Karenina. “A veces miras atrás y te llama un pasaje previo”, escribió Lu Ji. “A veces miras adelante y te impulsa un pasaje futuro”.

El hombre que fotografió al pibe mirando pasar el tren, en su juventud, bajo el estalinismo supo montar su laboratorio de modo clandestino en un sótano. Amigo de Milan Kundera, el autor de “La insoportable levedad del ser”, dijo alguna vez: “Quiero capturar todas las cosas que conozco y amo, pero sobre todo me gustaría dejar una huella del tiempo en que he vivido”.

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