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Opinión del Lector

Hombre de papel durmiendo

JUAN FORN

Por JUAN FORN

Cuando murió Tolstoi, todas las iglesias de San Petersburgo cerraron sus puertas, para que nadie entrara a llorarlo (Tolstoi había sido excomulgado unos años antes). Me acordé como un fogonazo de ese episodio cuando las agencias de noticias anunciaron la semana pasada, en medio de la noche, que había muerto Sergio Pitol. Me lo acordé porque él mismo me lo había contado hace años y porque en el momento en que supe de su muerte deseé con todas mis fuerzas que todas las librerías mexicanas abrieran sus puertas esa noche para que quienes quisieran llorar a Pitol pudieran entrar.

Sergio Pitol estaba hecho de papel. Hasta su piel parecía de papel biblia. Fue un lector de lujo, tradujo con mano maestra obras maestras de siete idiomas distintos y después escribió con mano maestra un libro autobiográfico (El arte de la fuga) que es de culto, en esa estantería áulica del fondo a la que se aventuran sólo los más aventurados en las librerías. Pitol pertenecía a esa raza de escritores que dejan un rastro secreto de su paso: los que, además, traducen. Por haber trabajado varios años de mi juventud en el sector traducción de una editorial, quedé un poco maniático en el rubro y, así como los surfers viven buscando la ola perfecta, y recordando las olas perfectas que lograron surfear, yo busco y atesoro las traducciones que más admiro. Con los años se aprende a escuchar una buena traducción: la señal inequívoca es su afinación perfecta. Y Pitol parecía tener oído absoluto para traducir, pertenecía a esa tribu única, los traductores que son canal, los que logran que se manifieste en su esplendor la magia del idioma original: como Aurora Bernárdez o Pepe Bianco, o JR Wilcock.

Una vez le preguntaron cuánto había influido ese trabajo de traducción en la escritura de El arte de la fuga y él contestó con unas líneas de Lope de Vega. Corrijo: agregó después que eran de Lope; primero dejó que la frase brillara en todo su esplendor. Le habían preguntado a Lope cómo componía sus obras y él contestó: “Leyendo / y lo que leo imitando / y lo que imito escribiendo / y lo que escribo borrando / y de lo borrado escogiendo”. Pitol entendió siempre la literatura como una cadena de eslabones interconectados, donde no había rangos: lector, traductor, escritor, eran variantes de una misma práctica, y lo mismo le pasaba con los géneros literarios: “Hay un vaso comunicante secreto entre el papanatas que tañe las campanas de la iglesia y el pintor que en ese mismo momento está pintando un fresco excelso adentro”.

Tuve la suerte de conocer a Pitol cuando estaba en su mejor momento: acababa de publicar El arte de la fuga, empezaban tardíamente a lloverle esos premios que todos sus contemporáneos habían ganado antes que él, y todavía no mostraba su garra el maldito Alzheimer que empezó a devorarlo de a poco después. Pitol estaba por cumplir setenta años y escucharlo era una fiesta. Contó que él y su hermano habían sido criados por su abuela, contó que vio pasar toda su infancia por la ventana en un ingenio azucarero en Veracruz, reducido a la cama por las fiebres palúdicas producto de la malaria (“Casi compadecía a mi hermano por tener que ir a la escuela”). Contó que, por ser sordo de un oído, debió convertir su otra oreja en una especie de poderoso audífono-pantalla como los que, años después, usaba Gene Hackman en la película La conversación de Coppola. Contó que la primera vez que fue a Venecia perdió los anteojos al bajar del tren, así que la recorrió en una bruma mágica que nunca más se atrevió a experimentar. Contó que tardó veintiocho días en llegar a Europa cuando partió, jovencito, y que tardó veintiocho años en el viaje de vuelta a México (luego de largas escalas en Roma, Varsovia, Pekín, Barcelona, Budapest, Moscú, Londres, Praga, París, Samarkanda y Tiflis). Y entonces, mientras fumaba plácidamente un cigarillo tras otro, contó una visita que hizo a un hipnotista para dejar de fumar.

No había ido dispuesto a explorar ninguna secreta densidad existencial, no era ése su estilo. Pero el hipnotista le pidió que pensara en escenas importantes de su vida con el tabaco, para localizar el problema, y él entró en trance de inmediato; empezaron a pasar delante de sus ojos imágenes como en un carrusel. Podía localizarlas instantáneamente: ahí estaba en Roma, ése era el barco que lo había llevado a Bremen, identificó al instante una chaqueta comprada en Maracaibo. Pero todo era de una banalidad pavorosa; aun en trance se asombraba de que no surgiera ninguna imagen problemática o sustancial. Hasta que de pronto se vio en una casa desconocida con su único hermano, los dos muy niños, en una terraza, junto a un palomar. Casi no hablaban, el hermano callaba a Pitol con un coscorrón para que no llorara y poco después oían a una señora mayor llamándolos a comer. A Pitol le costaba trabajo encuadrar y reconocer la escena, hasta que dejó de ser el hombre hipnotizado tendido en ese diván: se convirtió en el niño que lloraba. El dolor era atroz. La casa era de unos amigos de la familia, adonde los habían mandado unos días mientras enterraban a la madre de los niños, a quien todos habían visto ahogarse en un río adonde fueron a nadar. La abuela gritaba, unas señoras la abrazaban, el tío trataba de extraer el agua de los pulmones de la ahogada. A Pitol y a su hermano los alzaba un hombre y los llevaba a esa casa. Llevan días en esa terraza mirando las palomas. La mujer que les da de comer y los acuesta por las noches les dice que sólo volverán a ver a su madre cuando mueran. El niño Pitol quiere morir. Su hermano se enoja, lo golpea y también él se echa a llorar, temblando desaforadamente, son verdaderas convulsiones. Pitol oye desde lejos la voz del hipnotista y comienza a salir de un pozo muy hondo. Cuando las convulsiones lo dejan hablar, el hipnotista le pide que repita las instrucciones que le está dando: volver a pie al hotel donde se hospeda, despacio y respirando muy profundamente. Si se siente mal, a la hora que sea, no debe dudar en llamarlo.

Pitol sale a la calle. Siente que el trayecto excede a sus energías. Pero a medida que camina se siente mejor. Así que camina y camina, por esa ciudad que no es la suya, y descubre poco a poco cómo fue su vida. Pitol camina y camina, con una sensación desconocida (“como si el diálogo conmigo mismo fuera diferente”). Llega al hotel de madrugada. Antes de desplomarse en la cama anota, en el block que en los hoteles dejan al lado del teléfono: El arte de la fuga. Mírenlo dormir, mírenlo escribir. Y por favor no hagan ruido cuando se vayan.

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