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Opinión del Lector

El filo de la navaja

María Moreno

Por María Moreno

Juan Forn encarnó la casi desaparecida forma de editar en coautoría con los escritores, como lo hizo en la colección Biblioteca del Sur de Planeta, mientras parecía dar por cumplida la primera parte del duelo en el interior de una lengua herida por la palabra “desaparecido”. Bastante más tarde escribí: “Nuevas relaciones entre ética y estética permitieron en los ochenta estilos imposibles de pensar en los años setenta, como el escritor yachtman a la Rodolfo Fogwill, el escritor L’uomo Vogue como Guillermo Saccomanno y Alan Pauls o el escritor rubio, bron­ceado y de ojos lacustres como Juan Forn, hecho a la medida del Jovencitas y filósofos de Fitzgerald. Sin embargo, lo que en los setenta se proponía como fashion (por supuesto, no se lo llamaba así ni se reconocía que se pensaba en él) de una ideología, al igual que quien porta un slogan, hoy es una cita literaria que remite a un ideal de autonomización de la literatura. Y lo que trivialmente se lee como despolitización no es más que la propuesta de que el sen­tido político corresponda al lector y no a las transparentes intencio­nes del autor".

Desenvuelto, medio por sus orígenes de clase con los que avivaba a conciencia los fantasmas de mediopelo, y medio por esa osadía cool que le era propia, Juan Forn metía mano a los textos, de palabra (sugerencias de movimientos en los personajes y cambios en tramas enteras) o poniéndoles directamente la mano encima sin pasar por el protocolo del “control de cambios”, con la familiaridad de un carpintero con la garlopa. Y si alguna vez, Fogwill le hizo juicio o lo amagó, él hubiera sido capaz de llegar más lejos y meterle un subtítulo a un cuento de Borges considerándolo “gente como uno”.

Esa era al menos la fama, no sé si tan así o no quedan testigos que ahora quieran acordarse por estar llorando, o en todo caso, se puede apelar al hermoso testimonio de una agradecida Mariana Enríquez que salió en este mismo diario. Mientras las generaciones anteriores, afiliadas a las vanguardias sobre las que escupían desde sus ensayos, disociaban militantemente entre marketing y calidad literaria, él las juntaba con glamour lobista. Un catálogo, nos guste o no, puede plantar una bandera y, aún en sus productos variopintos, su editor, hacer que no se diferencie el acto de descubrir lo nuevo, de permitirle surgir a fuerza de hacérselo desear. Se dio tan por enterado de eso que, a los cuarenta años, me sorprendía hablando de su pase por Planeta como “mi época”.

Esa herencia creadora se encuentra tal vez hoy en la Mansalva de Francisco Garamona, como lo fue en el plano del Arte, el Rojas de Jorge Gumier Maier. Por eso no me sorprende que, en una de nuestros últimos mails, Juan Forn se fijara en el reportaje a Jorge Álvarez con que yo apoyé desde Radar una gran muestra dedicada al editor en la BN: se trataba de una admirada identificación.

Reacia a sus propuestas en Planeta, fue mi editor en Radar, sometiéndome a sus entresacados disciplinarios para lograr que la nota que acababa de entregar llegara a la medida de la pauta y para que, como diría el bueno de Miguel Briante, yo pusiera algunas comas donde bajar a tomar agua. A mí me importaba un pito y decía sí a la mayoría de las correcciones, tan persuadida del lugar común según el que, con el diario de ayer se envuelven los huevos de hoy, como de la ética de Eduardo Gutiérrez, quien, cuando los linotipistas le preguntaban por dónde podían cortar el folletín, contestaba sin tomarse el trabajo de revisarlo: “por abajo, muchachos, por abajo”.

Cuando lo conocí, abducida por lo que en los años setenta se llamaba “texto” y más allá de las grandes piezas del género, abjuraba del cuento al que asociaba la necesaria síntesis (abjuro siempre de la síntesis y no me importa que se note) y cierto resultadismo endeudado con la técnica, como si fuera la eyaculación precoz de la literatura y no la máxima destreza del incastrable Borges. Y Juan Forn había empezado por ahí. Cuando apareció como director de Radar, no pude creer que careciera de toda reflexión sobre el imperialismo cultural, que importara derecho viejo para encontrar el target “joven” en un diario marcado por la denuncia de los derechos humanos y cuyas plumas especulaban con vehemencia sobre los destinos de la revolución socialista. Me encontró en algún punto que le convenía al proyecto –alguien que leía los cuentos de Silvina Ocampo y las novelas de José Bianco y Manuel Mujica Láinez mientras se agotaban Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, engolosinándome con notas de tapa que iban de una crítica a la corrección política al entierro de la calavera del cacique ranquel Panguitruz, pasando por el elogio de la master Bettie Page.

Siempre me sorprendió el entusiasmo y la euforia con que editaba, aun sabiendo que jamás un cultural suele cerrar con la urgencia de secciones como información general o política; una mística de filo de la navaja como si estuviera cubriendo una guerra y tuviera que apretar a Graham Greene para que envíe su cable. Formado en los talleres tempranos de Abelardo Castillo, hacía mucho hincapié en la técnica, el arte del desmalezado en los adjetivos, la perfección ascética de una trama. Si en César Aira lo que antiguamente se llamaba “ángel” parece producto de una soltura y una gracia que parecen provenir de la naturaleza, en los textos de Juan Forn, lo parece de un obrero manual en su arte de limar las rebarbas y convertir las costuras en zurcido invisible. Alguna vez me declaró que como editor se comportaba como un mecánico que, luego de oír un carraspeo en el motor, abre el capot y se dispone, munido de una pinza, a sacar una basura del carburador.

No leíamos las mismas cosas y sobre todo, no las amábamos, pero en ese entre-nos, algo se transmitió misterioso, de abajo para arriba (en las edades) y creo que, cuando escribo sobre ciertos temas –por ejemplo sobre el dandy Arturito Álvarez, quien solía comer sobre un telón de Picasso–, aún le coqueteo.

Soy tolerante con mis sobrinos matones. Cuantas veces tuve que tolerar, en algún tramo del pasillo entre Radar y Las doce, la observación sobre lo que él veía como mis agachadas en la actualidad: “Forero ¿está comiendo yogur o estoy alucinando?” “No lo puedo creer. ¡La Forero está hablando por celular!”.

La frase fue cita hasta el cansancio en su pretensión de consuelo: la muerte sería como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse. Raro pensar la muerte asociada a la respiración cuando ésta ha cesado, al ritmo regular y sostenido que constituye un estilo, a menos que ya se nade en la noche infinita de la escritura y en el sosiego eterno de los textos que ya no podrán cambiar. Fue una nadadora, María Inés Mato, quien se tentó con pensar la natación en los textos de Viel Temperley, de Fogwill, como un ritmo o una música que, aún contra corriente, acerca la orilla. Muchos amigos y compañeros respiraron con Horacio González esta semana, en oración porque sus pulmones volvieran a encontrar el aliento de la vida que en su prosa solía expandirse entre corrientes encontradas, vientos en popa y zondas furiosos, hasta volverse anfibia en los tsunamis de la lengua. Escribir y nadar, como quien respira siguiendo un ritmo, como si todo fuera poesía. Ahora nos quedan las partituras de esos vientos, esas velas que jamás se podrán izar. Rápido, rápido: un pase de comedia.

En algún arroyo del Tigre, entre dos islas sin albardón, del ancho de una pileta de club, suelo nadar de noche. Mi modo es ahogado, tosedor, arrítmico (no me boludeen diciendo que se me nota al escribir), hasta que logra normalizarse en el estilo pecho de las gordas que ocultan en la oscuridad su aspecto de raya gigantesca bajo el eufemismo de una malla deportiva. Estoy acostumbrada a que mis amigos me sigan cachando después de morir como la vez en que, durante un congreso, hice una defensa vehemente de Dipi Di Paola y más tarde, al prender el televisor, me encontré con un primer plano suyo diciendo “no sabía que te habías transformado en Perry Mason”: era un parlamento de la película Gombrowicz o la seducción, representado por sus discípulos, de Alberto Fischerman. Cachadas como la de Juan, que siempre me obliga a hablar de él.

Cuando me preguntan si no tomo sol, si cuando hace calor en las islas, me tiro al agua, me veo obligada a explicar “no, suelo nadar de noche”.

Los muy lectores, a menudo para mandarse la parte pero sin que falte, me suelen citar una y otra vez a Juan Forn.

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