Saltar menú de navegación Teclas de acceso rápido
Recibí las notificaciones

DESBLOQUEAR NOTIFICACIONES

Siga estos pasos para desbloquear

Opinión del Lector

El derviche inmóvil

Juan Forn

Por Juan Forn

Sospecho que no fueron pocos los que sintieron un escalofrío de orfandad esta semana cuando se supo que había muerto Franco Battiato. Para que se entienda mejor por qué, voy a pedirles que, antes de leer estas líneas, o durante, escuchen su disco Unprotected, porque no hay manera mejor de entrar a Battiato. Las letras, la melodía, el colchón sonoro debajo, la simpleza conceptual y, a la vez, la infinidad de referencias musicales y culturales, la síntesis... Yo tuve la suerte de entrar por ahí a Battiato, de pura casualidad, hace más de treinta años, y lo que me pasó entonces se sigue repitiendo hasta el día de hoy, cada vez que escucho esas canciones. Parece que dijeran: Te vamos a acompañar toda la vida.

Pero la mayoría de la gente conoce otro Battiato: el narigón demente que componía hits de pop ochentoso en chillones sintetizadores y llegaba a nuestras costas en degradadas versiones en castellano cantadas por él mismo, como hacían Roberto Carlos o Rafaella Carrá. Así que mejor empecemos por el principio: Battiato venía de Sicilia, de un pueblo de siete mil habitantes que se llamaba Jonia, por orden de Mussolini. Pero la orden no se cumplía; la gente prefería seguir llamando al pueblo por su viejo nombre, Riposto, que era como no tener nombre. Así que Battiato, que hubiera adorado decir que era jonio, tuvo que conformarse con decir que venía de un lugar sin nombre.

“Soy del Mediterráneo, entre África y Asia Menor”, así le gustaba explicar su origen a los copetudos de la Italia del norte. Llegó a Milán en 1964 como trovador de plaza, con su guitarra al hombro. Pero nomás bajar del tren descubrió la famosa nebbia de la ciudad y supo que en la calle no se podía tocar. De a poco se fue abriendo paso en el circuito de bares de la bohemia sesentista, donde un día descubrió el rock progresivo y los sintetizadores y desembocó enseguida en la música experimental. A principios de los 70 peregrinó hasta la puerta de la casa de Stockhausen en Alemania, pero él lo frenó en seco: “No pasa este umbral nadie que no lea música”. Veinte años más tarde, cuando le preguntaron en una charla universitaria si estimaba a alguien en la música pop, Stockhausen contestó: “Al dúo Kraftwerky al italiano Battiato”.

Entretanto, el rechazado volvió a Italia, estudió música ocho años, hasta saturarse del academicismo y lo experimental (“Al final lo que más me desvelaba eran las tasas de interés: para comprar los instrumentos electrónicos que necesitaba en mis estudios debía endeudarme en créditos a diez años”). Para entonces los 70 se habían convertido en los 80 y Battiato descubrió que, en la Era de la Ironía, él podía ser rey. Se puso a hacer canciones pop que tuvieron un éxito furioso, y equívoco: los que más las celebraban eran los más ridiculizados en sus letras. En el videoclip de su máximo hit, Centro di gravitá permanente, Battiato cantaba imperturbable, mientras se movía como en una coreografía de Pina Bausch: “Busco un centro de gravedad permanente, que me haga no cambiar de idea sobre las cosas, sobre la gente”.

No se llevó bien con el éxito. Dijo que detestaba a los cantautores, que no había nada más fácil y decepcionante que hilar una serie de slogans con musiquita pegadiza (“La canción debe sintetizar en un puñado de minutos sonoridad y mensaje; es pura limitación de recursos. Si es muy densa se hunde; si es muy liviana se evapora”). Decía que era un predicador en guerra contra lo efímero y, al mismo tiempo cantaba: “Al 68 prefiero el 69”, o “Entre Beethoven y Sinatra, prefiero la ensalada”. Lo acusaban de místico de discoteca, de falso derviche, de misteriosófico, de pretencioso, y él les daba paño: se puso a hacer óperas sacras, llamadas Genesi, y Gilgamesh, yTelesio, que eran recibidas con escarnio por la crítica (“Battiato tiene una tóxica tendencia a infatuarse con la alquimia más peligrosa: la de los grandes nombres”).

Al mismo tiempo había iniciado sus viajes de autoconocimiento. Fue a Rusia, a Irán, a Afganistán, a Nepal y al Tibet, recorrió Africa del Norte, incluso fue hasta Canadá en un intento fallido por conocer al pianista eremita Glenn Gould. Ya estaba componiendo sus canciones inmortales, esas escalofriantes maravillas melódicas, “de paz aterradora”, como las definió alguna vez el director de orquesta Claudio Abbado. Escuchen, por ejemplo, L’animale (“El animal que llevo dentro no me deja vivir feliz, se apropia de todo, hasta del café, me convierte en esclavo de mis pasiones, no se rinde, no se distrae, el animal que llevo dentro pide por vos”). OProspettiva Nevski (“Un viento a treinta grados bajo cero sopla entre los fuegos que la Guardia Roja enciende en las esquinas, para espantar los lobos y las viejas con rosarios”). O I treni di Tozeur (“Desde una casa lejana tu madre me ve y se acuerda de mí, de mis hábitos y actitudes, y por un instante retornan las ganas de vivir a otra velocidad, mientras pasan lentos, yéndose, los trenes de Tozeur”).

Permítanme un paréntesis personal acá: cuando escuché por primera vez I treni di Tozeur pensé que no podía referirse a otra cosa que al traslado de judíos italianos a los campos de concentración nazis, y lo puse en una nota en Radar. Años después descubrí que había metido la pata mal: Tozeur está en Túnez, es la estación más lejana a la que llegaba el tren que se internaba en el desierto. Pero aun sabiendo hoy dónde está Tozeur, yo sigo viendo noche y niebla y vagones de ganado llenos de gente apretujada espiando por las rendijas mientras los llevan al matadero, cada vez que escucho esa canción.

Battiato se sintió y se comportó siempre como un outsider por su triple condición de siciliano, gay y autodidacta. Desde ahí habló siempre en sus canciones, incluso cuando eran ajenas (su disco de covers Fleurs es una magia). Los gays lo criticaban por no salir del closet y seguir viviendo con su madre hasta que ella murió en 1994, pero no podían cuestionar su coraje: dio una y otra vez conciertos benéficos para los palestinos de Gaza, para los refugiados que llegaban a las costas de Sicilia, incluso se atrevió a cantar en Irak, en un orfanato ante trescientos niños, mientras caían las bombas.

Además pintaba, y pintaba bien. Pero también eso hizo clandestinamente: expuso durante años bajo el seudónimo Suphan Barzani; sólo aceptó que se supiera el año pasado, cuando ya estaba recluido en su casa en Sicilia y no atendía el teléfono ni aceptaba entrevistas. Me gusta imaginarlo en esa casa, sentado en su sillón frente a la ventana, por fin en su centro de gravedad permanente. El derviche en reposo, con sus anteojos de marco grueso, los pocos pelos mansamente peinados, el impecable pañuelo al cuello, el saco viejo de terciopelo y las zapatillas casi sin uso, porque ya no pisa la calle. Me gusta imaginar que alguien vuelve a preguntarle, como le preguntaron una vez, qué es lo que más le interesa en la vida, y que él contesta, igual que esa vez: “Lo aparentemente invisible”.

Dejá tu opinión sobre este tema

Noticias destacadas

Más noticias

Te puede interesar

Newsletter

Suscribase a recibir información destacada por correo electrónico

Le enviamos un correo a:
para confirmar su suscripción

Teclas de acceso