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Opinión del Lector

El arte de agravar la institucionalidad

Alberto Binder

Por Alberto Binder

De la “institucionalidad” se puede hablar en muchos sentidos. Uno de ellos, sin duda, nos dice relación con el respeto a reglas de juego muy básicas de nuestra vida social y política, que nos permiten disentir, competir, acordar, ganar o perder, pero en todo caso, confiar en que nadie puede, cuando quiere, llevarse el “futbol” a su casa, y dejarnos a la intemperie, rondando sin ton ni son por el campo de juego. Una de esas reglas básicas es la referida al nombramiento de los jueces; regla clara y simple, prevista directamente en la Constitución Nacional y de fácil cumplimiento Llevamos años construyendo una metafísica del juez interino y del juez trasladado, cada vez más incomprensible, cuya única función es ocultar la manipulación de la justicia por Tirios y Troyanos, y la distorsión permanente del sistema constitucional, mediante “subrogantes”, “trasladados” y otras mañas que permiten que jueces que no han sido nombrados según la Constitución ocupen una función judicial por años.

La Corte Suprema dijo que no cumplir con esa regla constituía un caso de tal gravedad, que habilitaba una forma muy extraordinaria de intervención por la posible manipulación del nombramiento de jueces. Luego de más de un mes de dejarnos a los ciudadanos sumidos en esa gravedad de las instituciones, resuelve que las cosas no debían ser tan graves, ya que podemos dejarlas como estaban por un buen tiempo, pese a que concluye que, sin duda, la regla constitucional se había violado y el nombramiento había sido manipulado. Poner jueces por simple traslado no es constitucional, nos dice ahora la Corte, pero queden donde están, hasta que reparemos ese vicio dentro de un buen tiempo, y si la manipulación es temporal no es tan grave, por más que esa temporalidad consista en varios. Lo digo de un modo más “jurídico”: el traslado de jueces para ocupar otros puestos distintos a los que le correspondían por nombramiento, ha sido ilegal, inválido, pero mantengamos esa ilegalidad hasta que podamos repararla, ¡cuando los mismos que no cumplen la regla institucional decidan cumplirla! Mientras tanto, los jueces que ocuparon y seguirán ocupando cargos de un modo ilegal, tomaron y tomarán decisiones válidas en casos muy graves, y debemos consolidarlos en bien de la Republica.

Todo esto dicho, claro está, de un modo bizantino y plagado de sutilezas sobre las palabras anteriores de la propia Corte, que bien podría haber dicho con claridad lo que dice que dijo, o lo que hubiera dicho si le hubieran hecho bien las preguntas. Y luego fustiga a los actores por su “inocencia”, ya que, en sus propias palabras: “frente a la clara regla constitucional referida a la designación de jueces por acto complejo, se desarrolló una práctica en sentido contrario, utilizando los traslados y su vigencia sine die como un mecanismo alternativo de acceso definitivo a un nuevo cargo. Las costumbres inconstitucionales no generan derecho (Fallos: 321: 700) como parecieran entender los actores”. Por suerte nos hemos liberado de los Orcos que fomentaron y aceptaron estas prácticas, y ahora podemos pensar y decidir en libertad. Porque, como nos enseña la propia Corte con sabiduría: “Tolerar, por una situación específica, lo que no es tolerable como regla general, consolidando jurídicamente situaciones de hecho, conduce indefectiblemente a la anomia”. No le tiembla el pulso a la Corte a la hora de citar a Carlos Nino, quien nos advertía los problemas que nos traería si seguíamos aceptando un “país al margen de la ley”. Por suerte los nuevos jueces de la Corte Suprema han detectado con rapidez tanta ilegalidad.

Es difícil explicarle a un ciudadano común esa forma de razonar. Menos aún luego de todo esa vocinglería vacía y cruel sobre los ataques que pobres gentes realizan a la propiedad y al Estado de Derecho. Reconozco que me cuesta entender a esa parte de la sociedad que no duda en expulsar por la fuerza a niños y familias que no tienen donde dormir y comer, en nombre de la legalidad y la República, mientras acepta y normaliza estas “finas” ilegalidades de los funcionarios y de los poderosos o las encubre con palabras que les cuesta decir “al pan, pan, y al vino, vino”.

Queda ese sabor -de algo tan difícil de probar, pero tan fácil de intuir- de que la Corte falló en “diagonal”. Es decir, esquivó quedar vinculada a los sectores políticos en pugna, mediante una jugada palaciega, que confunde “viveza criolla” con independencia. Muchas veces se ha dicho que otras Cortes, de mayor prestigio que la nuestra, han construido esa consideración pública en base a una clara capacidad de comprender el “espíritu del tiempo”, donde se materializan grandes aspiraciones, reclamos o anhelos de la sociedad. Nuestra Corte Suprema está tan intoxicada del pequeño tufillo palaciego, de las insólitas fintas de los espadachines del subsuelo, de la dulzona y falsa pleitesía de los operadores “judiciales” y de la lealtad interesada de las tribus del entorno, que ya no encuentra las palabras de la ciudadanía.

La retórica escurridiza y laberíntica de sus fallos lo pone en evidencia, y la lejanía con las expectativas de la ciudadanía, que reclama con urgencia la fortaleza las reglas de juego elementales de nuestras instituciones, se va convirtiendo poco a poco en el peor escenario para nuestra institucionalidad: una Corte que nadie aprecia, que nadie quiere.

En definitiva, los jueces en cuestión seguirán en sus puestos, hasta que se hagan los concursos, algún día; y nos queda también la sensación de que todos hemos perdido energía y tiempo indispensables para otros problemas muy graves. Quiero finalizar con una pregunta a los jueces accionantes: ¿No era mejor evitar todo este manoseo, antes, ahora y mañana? ¿No es más gratificante ser simplemente un juez en quien la sociedad confía, por más que tenga menos brillo o protagonismo?

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