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Mons. Castagna: El motivo impulsor del perdón es el amor

"Debemos perdonarnos por amor, para que el perdón reconstruya nuestras relaciones fraternas. De otra manera sólo constituirá una débil disculpa", aseguró el arzobispo emérito de Corrientes.

El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, recordó que “perdonar a quienes nos ofenden se constituye en la única garantía para merecer el perdón de Dios”.

“Es preciso recorrer continuamente el elenco de nuestros conocidos, antiguos y nuevos, y hacerles presente nuestro perdón generoso”, propuso, y agregó: “La causa es la Buena Noticia de que Dios desea saldar generosamente nuestras deudas con Él”.

“Al alcance de nuestra mirada, aún la más atacada por la miopía, está la prueba de ese perdón divino, conmovedor y humanamente inexplicable: ‘Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna’”, subrayó citando el evangelio de San Juan.

El prelado sostuvo que “ciertamente el motivo impulsor del perdón es el amor” y agregó: “Dios nos perdona porque nos ama, no por mera conmiseración ante el estado deplorable en el que el pecado nos ha dejado”.

Monseñor Castagna consideró que los hombres deben perdonarse por amor, para que “el perdón reconstruya las relaciones fraternas”, porque, advirtió, “de otra manera sólo constituirá una débil disculpa -un ‘está bien, te disculpo’- sin el olvido que incluye el auténtico perdón”. Y planteó: “¿Quién dijo que cumplir el nuevo mandamiento evangélico del amor es fácil?”.

Texto de la sugerencia

1.- Perdonar y ser perdonados. Perdonar a quienes nos ofenden se constituye en la única garantía para merecer el perdón de Dios. Es preciso recorrer continuamente el elenco de nuestros conocidos, antiguos y nuevos, y hacerles presente nuestro perdón generoso. La causa del mismo es la Buena Noticia de que Dios desea saldar generosamente nuestras deudas con Él. Al alcance de nuestra mirada, aún la más atacada por la miopía, está la prueba de ese perdón divino, conmovedor y humanamente inexplicable: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. (Juan 3, 16) Ciertamente el motivo impulsor del perdón es el amor. Dios nos perdona porque nos ama, no por mera conmiseración ante el estado deplorable en el que el pecado nos ha dejado. Entre nosotros debemos perdonarnos por amor, para que el perdón reconstruya nuestras relaciones fraternas. De otra manera sólo constituirá una débil disculpa - un “está bien, te disculpo” - sin el olvido que incluye el auténtico perdón. ¿Quién dijo que cumplir el nuevo mandamiento evangélico del amor es fácil?

2.- La mezquindad de los hombres y la generosidad de Dios. La enseñanza del divino Maestro dispone de una transparencia admirable. La cuestión que Pedro expone procede de una concepción basada en cierta casuística que, indefectiblemente, traba el flujo del Espíritu: “Entonces se adelantó Pedro y le dijo: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta sietes veces?” Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. (Mateo 18, 21-22) La mezquindad que invade las mejores relaciones humanas proviene de corazones cerrados a la generosidad de Dios, que se consuma en su Hijo encarnado. El amor es generosidad o se muestra frío e incoloro, como un débil atisbo de la vida, próxima a extinguirse. El pecado vino a asestarle un golpe mortal, como un tiro de gracia. Pero Cristo es el vencedor de esa muerte ya que es “el Cordero que quita el pecado del mundo” (Juan 1, 29). Su gracia, como lo enseña San Pablo y lo vive San Agustín - como todos los santos - hace efectiva la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Es la respuesta de Dios al hombre, sumido en sus angustias e incógnitas más profundas, mediante la Palabra, que los Apóstoles y la Iglesia no cesan de predicarle. Es preciso recobrar, con suma urgencia, la conciencia bautismal, que nos declara responsables de la evangelización de este mundo.

3.- Una parábola realista y dolorosa. Causa dolor en el alma la parábola que el Señor expone en este texto. Aquel rey representa a Dios, y el siervo desalmado al hombre en relaciones muy mezquinas con sus semejantes. La generosidad del rey, que perdona una deuda ingente a su súbdito, es un signo del amor dadivoso de Dios. La reacción de Dios, ante el mínimo arrepentimiento, es el perdón sin límites ni reservas. Aquel hombre había contraído una deuda imposible de saldar. El perdón de Dios reconstituye la vida y ofrece la oportunidad - al pecador - de ser hijo de Dios y de participar de la Vida divina. Debiera conformar su relación con sus hermanos deudores - nunca tan deudores como él de Dios - replicando la generosidad de su indulgente Señor. La parábola reproduce la malignidad del pecado que distancia al hombre, en forma abismal, de su bondadoso Señor. El comportamiento de aquel siervo perdonado escandaliza y entristece a sus compañeros, hasta el límite de no tolerar la injusticia - legalmente justificada - del despiadado consiervo. La enseñanza es directa, y excede los bordes de la justicia humana, al dejar en evidencia que la “justicia” que no llega al amor gratuito y dadivoso, no es justicia. Dios no aplica la ley frágil de los hombres, sino la propia: el amor sin fronteras. Supone el arrepentimiento humilde del mal causado, incluida, como es obvio, la aceptación de la sanción merecida. La falta de reconocimiento del delito, y su expreso arrepentimiento, impide que el perdón se haga efectivo.

4.- No he venido a juzgar al mundo. El castigo severo del rey de la parábola no parece proceder del indulgente señor que lo había perdonado. Es consecuencia de la mezquindad y falta de amor fraterno de quién acaba de ser indultado generosamente. El hecho mismo de no perdonar lo poco, acarrea, como una avalancha irrefrenable, el castigo inevitable a quien se niega a perdonar a su semejante. Si no sabemos perdonar lo tan poco - aunque parezca mucho - nuestra inmisericordia se precipitará sobre nuestra propia vida como un castigo, ejecutado por nuestra conciencia contrariada. Así lo enseña Jesús: “Al que escucha mis palabras y no las cumple, yo no lo juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien lo juzgue: la Palabra que yo he anunciado es la que juzgará en el último día”. (Juan 12, 47-48) La conciencia, si no se encuentra definitivamente enferma, Juzgará el delito cometido e inspirará su sanción.+

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SALVADOR CASTAGNA ARZOBISPO EMERITO

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