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Jesús manifiesta su cercanía a todos y su propósito de derribar los muros que separan

Por Domingo Salvador Castagna*

Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia.

Dame de beber.

Es ésta una de las escenas más conmovedoras del Evangelio escrito por Juan. El diálogo de Jesús con la samaritana contiene los elementos más destacados de la Revelación divina. Dos pueblos históricamente distanciados, pero, de un origen común que los enraíza con los mismos grandes Patriarcas y Profetas. La enemistad ha cerrado los corazones a todo tipo de relación.

Jesús manifiesta su cercanía a todos y su propósito de derribar los muros que separan a los hombres de Dios y entre ellos. El Autor de la unidad, y de la reconciliación, adopta el modo misterioso de su muerte en Cruz.

San Pablo nos dirá que con su cuerpo destruye el muro de división: «…Creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona» (Efesios 2, 15-16).

En ese encuentro, con una representante del pueblo enemigo, manifiesta cuál es su misión mesiánica.

El Agua viva sacia la sed de Dios.

Se hace un menesteroso más de las aguas de aquel pozo, para manifestar su condición de proveedor del agua que sacia la sed de Dios.

Aquella mujer progresa en el auténtico sentido de las palabras del Maestro. Al reconocerlo capaz de escudriñar los secretos de su vida, se rinde a la verdad de la identidad mesiánica de Jesús: «La mujer le dijo: ‘Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo’. Jesús le respondió: ‘Soy yo, el que habla contigo'» (Juan 4, 25-26).

La samaritana, simple mujer de pueblo, merece una respuesta directa. Se convierte en apóstol de Cristo, para su pueblo, desechado por el pueblo judío.

Traslademos aquella escena a nuestra realidad.

El mundo debe superar una profunda grieta, que distancia a unos de otros. Se presenta como una meta inalcanzable. No lo es, porque Cristo vino a cerrarla. Es el Dios que hace posible lo que para el mundo es imposible.

Es preciso actualizar cada parte de aquel sorprendente diálogo, y aplicarlo a una realidad que parece insuperable: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva'» (Juan 4, 10).

Conocer el don de Dios.

El mundo necesita conocer el don de Dios, y quién se lo ofrece, para poder iniciar el esperado cambio. De otra manera todo sendero, diseñado por los mejor dotados, conducirá irremediablemente al fracaso. Las pruebas sobran en la historia contemporánea.

Las mejores intenciones se frustran en contacto con hechos violentos y contradictorios, que generan un estado de guerra sin cuartel. Para sosegar los espíritus es preciso detener la guerra. La diplomacia, ejercida sin hipocresía, es un acercamiento a la pacificación entre las personas y los pueblos. La Verdad, que pacifica y edifica, es Cristo. En Él hallamos la capacidad de elegir el bien y rechazar el mal.

Son los virtuosos quienes construyen la nueva sociedad que anhelamos, de lo contrario los hombres se dedicarán a tirarse los escombros de sus pobres intentos por edificar un mundo mejor.

Cristo capacita para edificar sobre roca «una ciudad bien compacta» (Salmos 122-123). No existe otra alternativa, y la disyuntiva sigue planteada: la verdad o la mentira; la paz o la guerra; el bien o el mal; Dios o Satanás.

La respuesta es Cristo.

Su conocimiento debe llegar a todos, no como el de un prócer histórico, sino como el Emanuel -«Dios entre nosotros»- que Jesús es.

Cuaresma, tiempo de oración, conversión y penitencia.

La Cuaresma es un tiempo propicio para revisar los contenidos de nuestra fe. ¿Hasta qué profundidad ha calado en nuestra vida? Hallaremos vacíos y contradicciones irreconciliables, que nos exigen tomar decisiones en base a la Palabra que la Iglesia nos propone. Por ello, es tiempo de reflexión y conversión, mediante la penitencia.

Todo tiempo fuerte acerca los medios adecuados para producir la renovación anhelada. Son precisamente los medios que la Iglesia ofrece, en gran parte desconocidos y desechados por el mundo, y descuidados por muchos de los autocalificados «creyentes».

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