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En la sociedad, con matices diversos, están hoy los fariseos y los publicanos

Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia

1. Los fariseos y publicanos actuales.

Esta parábola define la eficacia de la humildad y los efectos destructivos de la soberbia.

La lógica consecuencia de las actitudes de ambos protagonistas produce la justificación en uno y el rechazo en el otro. ¡Qué pintura exacta, reproducida en la historia y, particularmente, en nuestros tiempos!

En la sociedad, con matices diversos, están hoy los fariseos y los publicanos. Quienes se sienten mejores porque cumplen con cierta preceptiva externa; pero juzgan a los otros, y desprecian a quienes se reconocen pecadores y piden perdón.

Todos somos pecadores desde Adán y Eva, pero los engreídos por la aparente observancia de algunas leyes -sin caridad- hacen que sus pecados se vuelvan irredentos e imperdonables.

Conmueve al Corazón de Dios, y de los hombres probos, constatar que pecadores -o equivocados- saben arrepentirse y manifestarlo. El camino que conduce a la verdad, está transitado exitosamente por pecadores arrepentidos. Quienes no se sienten necesitados del perdón de Dios, y de sus semejantes, no obtienen el certificado de buena conducta que pretenden exhibir ante el mundo.

2. Con el precepto humano se anula el mandamiento divino.

En esta parábola, Jesús llama a los hombres a sincerarse y adoptar actitudes que correspondan a la verdad y al bien. La que corresponde a todas ellas, sin excepción, es la que adoptó el publicano; postrado en el lugar más humilde y recóndito del templo no deja de acusarse y suplicar la misericordia de Dios. La que no corresponde, y simula una virtud inexistente, es la que adopta el fariseo. Hombre fatuo, que exhibe su fidelidad al precepto, hace alarde de una superioridad ficticia sobre el humilde publicano: «El fariseo, de pie, oraba así: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.

Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas» (Lucas 18, 11-12).

La descripción es de una exactitud impresionante.

Existe el mandamiento del amor, que aquí es presentado contrapuesto al precepto humano del ayuno y del diezmo. En otra oportunidad Jesús acusa a los fariseos de negar el mandamiento de Dios con la excusa del cumplimiento de algunos preceptos puramente humanos.

3. Cuidémonos del fariseísmo.

Corremos el riesgo de caer en un fariseísmo, no menos nefasto que el primitivo, si mantenemos una pétrea actitud de superioridad sobre quienes no han tenido la oportunidad de ordenar sus vidas de acuerdo con las leyes que nos rigen.

Jesús expone dos modelos que se vuelven representativos: 1) el fariseo, cultor de su imagen y apariencia ante los hombres, con la que también pretende engañar al mismo Dios; 2) el publicano, cobrador de impuestos a favor del Imperio Romano, considerado un vendido al opresor; y pecador sin remisión para la mentalidad de aquel pueblo.

No es suficiente ilustrar, con imágenes contemporáneas, la tipología expuesta por Jesús.

Hoy se da el mismo fenómeno, en parte agravado, incluso en los círculos más cercanos a la práctica religiosa.

Es preciso que retengamos la sentencia conclusiva de este texto evangélico: «Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (Lucas 18, 14). Aquel publicano humilde regresó justificado, es decir, perdonado y santificado. No así el engreído fariseo que volvió a su confortable mansión con un pecado más grave sobre su conciencia.

4. Ten piedad de mí, que soy un pecador.

Es oportuno y saludable repetir la oración del publicano, y rechazar la del fariseo.

La primera nos devuelve la gracia, y nos permite crecer en ella: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» (Lucas 18, 13). La segunda nos convierte en réprobos delante de Dios.

Los ministros del Sacramento de la Reconciliación hallan, con cierta y lamentable frecuencia, actitudes farisaicas en piadosos penitentes: «No tengo ningún pecado» o «no soy como los demás».

Necesitamos servidores del bien común, en los que resplandezca la virtud del publicano: capacidad de reconocer los errores y corregirlos. Virtud que brilla por su ausencia entre nuestros dirigentes y aspirantes a serlo.

No olvidemos la conclusión a que llega Jesús ante sus contemporáneos: «El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado».

HOMILÍA MONSEÑOR CASTAGNA DOMINGO

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